6/09/1920. Serpientes que maman.

Sin que pareciera que podía llegar nunca, septiembre nos alcanzó. Ya los días acaban antes y las tardes tienen un no se qué de final de algo. Este sentimiento se me antoja si el atardecer me sorprende aprovechando las últimas luces de la jornada mientras paseo por las rúas de esta Compostela que he recuperado tras el retiro de agosto.

Y mientras la luz del ocaso ilumina la fachada occidental de mi querida catedral tiñendo de color rojizo la piedra que esculpieron tantos canteros, yo me acuerdo de ella y de su tierno semblante, sin saber cómo se llama ni si la volveré a ver.

Me sorprendo a mí mismo cuando tomo conciencia de que la busco entre la gente, cuando salgo de misa, cuando quedo con «Oterito» y los antiguos compañeros del Coro o cuando voy a hacer cualquier recado que mi tía me haya encomendado.

¡Valiente iluso! ¡Si acaso no sea siquiera picheleira! En las fiestas do Apóstolo acuden gentes de todos los lugares, podría incluso ser una extranjera que vino a ganar el jubileo junto a su insensible prometido…

Durante mi estancia en la isla da Toxa pude librarme un poco de su recuerdo, aunque tengo que reconocer que me resistía a ello. Pero de regreso a Compostela, recorriendo los lugares que ella, a bien seguro, tuvo que recorrer, me dejo caer, me entrego a su hechizo como si fuera una mosca que, ciega de deseo, se arroja a la tramposa miel. Y me dejo ir, doy paso al sufrir por ella, distrayendo el pensamiento en rememorar su imagen e imaginando como sería el tono de su voz, como el acento de sus palabras, desatendiendo mientras tanto a cualquiera que me esté dedicando banal conversación.

En un intento de superar mi obsesionado cavilar y también porque tenía unos jabones de la Toxa para entregarles, fui el otro día a visitar a mis padres. Nada más llegar me percaté de que algo extraño estaba sucediendo. Mi abuela salía de la cuadra con cara de preocupación. Marela, una de sus vacas, mugía con desesperación y parecía estar llamando a alguien.

—¿No estaremos de parto, miña avoa? —pregunté deseando con todas mis fuerzas que así no fuera. La última vez que asistí al nacimiento de un ternero tuve que estirarme encima de la artesa aquejado de fuerte aprensión. Mi abuela dice que heredé de su marido esta inoportuna debilidad que me impide presenciar escenarios donde la sangre es la protagonista.

—Moito peor, meu fillo —anunció mi abuela—. Vaite prá cociña e trae un prato con leite.

La vaca seguía berreando desesperada como si estuviera llamando a su becerro, algo totalmente imposible, pues en la feria de Santa Susana de principios de agosto mis padres vendieron la última cría que tenían hasta el momento.

Mi padre salió también de la cuadra, sucio de estiercol y con una hazada.

—Non hai rastro mais ten que estar a condenada —comentaba fatigado. Enseguida se dio cuenta de mi presencia—. ¡Balbino! ¡Benvido fillo! Atópasnos distraídos.

Caminé hacia la cocina con la intriga de porqué mi abuela quería un plato de leche. Allí encontré a mi madre y a mi hermana. Cuando les pedí el encargo de mi abuela asintieron diciendo: «non apareceu pois…»

Cada vez que vengo a la aldea siento como si estuviera en un planeta desconocido. En realidad yo nací aquí, pasé los primeros años de mi infancia, pero aprovechando la oportunidad de estudiar en el coro de la catedral abandoné todo este mundo y me desvinculé de lo que podría haber sido. Y claro, cuando vuelvo siempre hay cosas que escapan a mi entendimiento. Allí estaba yo, con cara de parvo, con una cesta llena de jabones y pidiéndole a mi madre un plato de leche para no sé exactamente quien.

—¿Habéis perdido algún gatito? —pregunté inocente.

Mi hermana rompió a reír negando con al cabeza:

—¡Ay, Balbino! Tienes que venir más a menudo a visitarnos. Seica non haxa serpes na Toxa…

—¿¡Serpientes!? ¿Le dais leche a las serpientes? —balbuceé atónito—. ¿Para qué?

Revista NÓS. Diseño de Daniel Castelao

Entonces fue cuando mi familia me explicó esa clase de historias que sólo pueden oírse en la aldea y que encuentro tan increíbles como apasionantes:

Mi madre dice que, aunque a ella nunca le había pasado, sí le explicó una vez Marica de Abaixo que lo vio con sus propios ojos hace años, cuando ayudaba a sus tíos con el ganado. Por lo visto, en ocasiones algunas serpientes encuentran un gran placer mamando del teto de las vacas. Lo hacen de forma tan dulce y suave que la vaca, cuando nota su ausencia, muge llamando por ella. Es por esto que muchos dueños encuentran las ubres de sus vacas vacías cuando aún no las han ordeñado. Si esto ocurre, hay que buscar el nido de la culebra para acabar con ella y con sus crías. Para ello, el mejor reclamo es un poco de leche vertida en un plato que hará que la bicha salga de su escondite.

Este era el propósito de mi padre y mi abuela, para evitar que la condenada «serpe» siguiera robando la leche a nuestra entregada Marela.

Cuando bajé el plato a mi abuela y lo dejaron bien visible para atraer a la ladrona, aún tuvieron que pasar unas horas hasta que mi padre perdiera la paciencia esperando a que apareciera. Finalmente se retiró contrariado y repusimos fuerzas alrededor de la lareira dando buena cuenta del caldo que se mantenía siempre caliente en el caldeiro que colgaba de la gramalleira.

Alrededor de aquella lumbre escuché más historias como esta. Historias que mi abuela había escuchado de mi bisabuela, y que, a su vez, ella había escuchado de sus padres. Y fue entonces, cuando de nuevo me embargó aquel sentimiento que me ataca al final del verano, cuando las tardes son más cortas y el viento del norte obliga a abrigarte con una zamarra, anulando la calidez de los últimos meses y anunciando que todo llega a su fin: el verano, los días de descanso, las formas de vida ancestrales o cualquier cosa que en este mundo haya gozado de plenitud y que se ve abocado a un irremediable ocaso. ¡Dichosa nostalgia!

Por cierto, en los días que permanecí allí, la serpiente no se dignó aparecer. Eso sí, el plato apareció completamente vacío.

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