16/09/1920. Conociendo a más integrantes del Coro de Bernardo.

Después de pasar unos días en casa de mis padres ya estoy de nuevo instalado en casa de mi tía, preparándome para iniciar el curso. De hecho, está todo listo para comenzar las clases de bachillerato que dejé abandonadas por culpa de mi estado de salud. Sólo espero que las semanas de lluvia ininterrumpida que asolan cada año esta ciudad no me retornen a ese estado de nostalgia desgarradora que a veces me sorprende y que hurta mi ánimo e ilusiones. Esta vez cuento con la jiga que me regaló mi abuela Carmiña y que a buen seguro me protegerá.

Estos días han sido también jornadas de reencuentro con mis amistades y regreso a una rutina que, cuando la vives se torna a veces aburrida y tediosa pero que ansías recuperarla cuando te falta, por cuanta seguridad te aporta. Volví a ver a «Oterito», a los compañeros del Coro y a los vecinos que frecuentan el barrio. De nuevo he regresado a los recados que me encarga mi tía y que mantienen ocupada mi mente, y también visité a don Germán, para agradecerle su trato y anunciarle que ya no volveré a venir a la ebanistería como aprendiz por tener que ocuparme de mis estudios. Allí estaba Juan Rodríguez, como siempre vivaracho y dicharachero, que me recordó que a partir del viernes 12 se volvían a realizar los ensayos del coro en el local del Circulo Católico y que esperaba que nos viéramos allí sin falta. Le aseguré que no me lo perdería por nada del mundo y aproveché para decirle que este verano había conocido a Mercadillo. Estuvimos hablando de la experiencia que me transportó de nuevo a esas semanas en La Toja, pero enseguida tuve que dejarle porque don Germán le recordó que tenían mucho trabajo por delante.

Así pues, me dirigí el viernes a los locales del Círculo para asistir al ensayo. A parte de conocer a Bernardo del Río y, por supuesto a Juan y su hermano Manuel, no había tenido ocasión de entablar conversación con más integrantes de la agrupación. La gran mayoría son gente joven, como yo, estudiantes muchos, otros sencillos artesanos (como Juan) y por supuesto (seguramente por mediación de Bernardo) integrantes de la Banda del Regimiento de Zaragoza que, con un buen conocimiento musical, dan calidad y caché a este grupo de enxebres mozos ilusionados con llevar por los escenarios los cantos y melodías más tradicionales de nuestra tierra.

El ensayo fue un placer en todos los sentidos. Me sentí gozoso entonando y cantando las melodías que nos pasaba Bernardo, escritas en papel. Reconozco la suerte que tengo de haber podido conocer el modo de escribir música. Sin duda, todo lo que he aprendido hasta ahora me resultará de utilidad para enfrentarme a este nuevo reto. Creo que Bernardo quedó satisfecho con mi participación, al menos, eso me pareció. Quien me felicitó encarecidamente fue Manuel Regueiro, un muchacho simpático que no pierde ocasión de hacer bromas a todos los que tiene alrededor. Manuel es gaitero, por tanto, una pieza indispensable en este coro. Cuando acabó el ensayo nos reunió a Juan, a su hermano y a mí animándonos a que nos fuéramos a tomar unas cuncas a la taberna, para charlar y hacer amistad.

Aunque no soy muy dado a frecuentar estos lugares me dejé llevar por la invitación, y fue así como conocí un poco más la historia de Manuel. Él es de Arca, un pueblo que queda a unas cinco leguas hacia el este, por el camino del Francés. Proviene de familia de músicos, de hecho, su padre era el director de la Banda Municipal hasta que él y su hermano Ricardo se hicieron cargo de la misma. Últimamente no la puede atender mucho, porque está en Santiago, en el Regimiento de Zaragoza. Es el gaitero de la Banda, además de tocar otros instrumentos. Parece ser que Bernardo le propuso venir a los ensayos y él no lo pensó dos veces. Aunque disfruta mucho tocando en la Banda dice que donde mejor lo pasa es tocando en las romerías y fiestas que se organizan en su aldea. Aprendió a tocar la gaita de otro gaitero de la zona, un curtido carpintero al que, por edad, ya no le responden los dedos como quisiera. De él aprendió unas piezas muy movidas que animan a cualquiera a arrancarse a bailar. Cuando vivía allí era bien valorado, dice, por poco dinero y una buena invitación no rechazaba ninguna oportunidad de ofrecer su talento gaiteril y animar con su música las fiestas. Con la banda era otro cantar, dice. En ella, como director, tenía que ser más serio y solemne y dirigir la agrupación con profesionalidad allá donde les llamaran, que no eran pocos sitios.

Banda de Arca. 1928

Le pedí que me dejara ver la gaita, tenía curiosidad. Realmente la he visto y escuchado muchas veces pero nunca he podido palpar ninguna y no tenía muy claro cómo funcionaba exactamente. Fue así como, en plena taberna asistí a la disección de la gaita. Una exposición pormenorizada de sus partes, de sus componentes. Lo que más me sorprendió es saber que la bolsa que alberga el aire está hecha de un trozo de animal. A veces es la piel de una cabra u oveja, o el estómago de una vaca… la de Manuel era una vejiga del cerdo que mataron hace 4 años en su casa. Desde luego, y este es un ejemplo de ello, que del cerdo se aprovecha todo.

También me fascinó ver cómo estaba hecha la palleta, la caña que se mete dentro del punteiro y que es la que hace que suene el instrumento. Manuel dice que construye él mismo las suyas con las cañas que nacen en los márgenes de los ríos. Mucha paciencia y una labor muy precisa da como resultado un bonito objeto que es la parte esencial del conjunto. Luego separó del fol el tubo de madera más largo, el ronco, que dentro tiene un pallón que también está hecho con una sección de las mismas cañas y que hace que suene siempre un mismo sonido, ronco (como su nombre indica) y grave que acompaña a la melodía.

En aquella taberna, abarrotada hasta decir basta, no fui el único espectador en la exposición de nuestro tradicional instrumento. Más de un curioso se acercó en cuanto Manuel comenzó la explicación. Alguno, agradecido e interesado nos agasajaba con jarras llenas hasta arriba de un vino tinto rojo y ácido que manchaba las tazas y que entraban cada vez mejor por la garganta.

No tardaron en pedirle a Manuel que tocara algo. Y no sé porqué pero no me sorprendió que no hiciese falta insistirle demasiado. En cuanto tuvo de nuevo montado el bonito instrumento comenzó a hincharlo y enseguida se escuchó el característico sonido agudo que siempre me produce una sensación especial que recorre todo mi cuerpo. No fui el único, la gente arrancó a entonar aturuxos, símbolo inequívoco de la euforia, y algún que otro espontáneo, con dificultades evidentes de poder recorrer una linea recta sin tropezar, se lanzó, brazos en alto, a sacar un punto. Los concurrentes abrieron un círculo que dejó espacio a los bailadores. Salió de otro lado el sonido acompasado de la percusión que provenía de un señor entrado en años, sin demasiadas piezas dentales, que atizaba con su navaja la botella de anís de la que estaba dando cuenta. Otros hacían de bombo golpeando con no demasiado ritmo las mesas donde se sentaban, poniendo en peligro el líquido que albergaban las cuncas. El propio tabernero se arrancó con algunas coplas a las que Manuel le daba respuesta con su melodía. Francamente, nunca había vivido una fiesta tan espontánea y a la vez tan alegre.

Parece mentira como las cosas a veces pueden cambiar en un corto espacio de tiempo. O al menos, así me lo pareció, pues tan ensimismado estaba en la magia del momento que no reparé en un grupo de mozos que no estaban disfrutando en absoluto de la actuación y que miraban de muy malos modos a Manuel. Uno de ellos, con una cicatriz en la cabeza, parecía ser el cabecilla y fue, según me explicaron después, el que inició la pelea.

Todo comenzó cuando este disidente de la fiesta le lanzó al gaitero un mendrugo de pan que le fue a dar en plena cara. Enseguida paró la música y por ende, quedó interrumpida la danza. Algunos pensaban que se había equivocado el músico, o que paraba, en medio de la pieza, para «mollar a palleta», seca de tanto soplar. Pero a juzgar por la cara que puso Manuel, poco a poco se fueron dando cuenta de que la fiesta había terminado y que lo que venía después era otro tipo de jolgorio, digamos, menos fraternal. Rápidamente guardó el instrumento, me lo entregó y dijo que por lo que más quisiera se lo pusiera a salvo. Accedí confuso pero convencido de que hacía una buena obra, al fin y al cabo, Manuel era el gaitero del coro, y no me imagino un coro tradicional sin gaita, así que salí corriendo no sin antes ver como Manuel, Juan y su hermano se tiraban hacia el grupo de donde había surgido la afrenta. Algunas sillas comenzaban a saltar por los aires.

Permanecí por los alrededores de la taberna, esperando a que se disolviera la pelea. No tuve que esperar demasiado, pues el tabernero era de armas tomar y, como es natural, no quería desorden en su local. Parece ser que los que iniciaron la pelea tuvieron las de perder, pues Manuel, con su simpatía y talento musical había encandilado a la mayoría de los parroquianos. Además, tampoco conocían los motivos de aquellos instigadores por comenzar la disputa, con lo que eran, a ojos de todos, unos auténticos provocadores. Así que salieron de la taberna a empujones, con alguna que otra contusión en la cara. Más tarde salieron mis compañeros, Juan había recibido un puñetazo en el ojo y a Manuel le sangraba un poco la nariz.

De regreso a casa, y dando más de un rodeo por si los otros estuvieran al acecho, Manuel nos explicó quien era el chico de la cicatriz en la cabeza. Empezó hablando de Elvira, una chica que vivía en su aldea y que era la flor que todo zángano desearía rondar. Ella había estado sirviendo en la ciudad pero tuvo que regresar para cuidar de su madre enferma. De eso hará unos dos años. Aquí, en la ciudad, había conocido a Calixto, un mozo que le ofrecía atenciones y no ocultaba en absoluto las intenciones. Cuando ella regresó repentinamente él no se contentó con dejar de verla y la vino a buscar a Arca. Aquello no agradó demasiado a los de la zona pues, aunque ella parecía consentir aquellas visitas, el forastero no había respetado las normas tácitas que tiene que respetar todo aquel que pretenda la moza de un lugar. Es tradición que el foráneo «pague o piso», es decir, que convide a la parroquia a una merienda, un convite informal, donde hayan músicos y buen comer y beber. Una vez hecho el dispendio el forastero pasa la prueba y es aceptado como si fuera uno más. Pero Calixto no accedió a pagar, sus motivos tendría, y eso, unido a las envidias que despertaba (pues la moza lo valía), alguien decidió hacerle un ajuste de cuentas. El resultado fue un palo en la cabeza, una hospitalización y unas horas en el calabozo para los implicados. Manuel era uno de ellos, aunque asegura que él no fue el agresor.

Está claro que Calixto se la tenía jurada y esa misma noche, aprovechando la casualidad de encontrarse, quiso devolver con la ayuda de sus compañeros, el mal recibido. Por fortuna, todo quedó en una pequeña pelea. Tengo referencias de situaciones similares que han acabado con navajazos irreversibles.

Y a pesar de todo tengo que reconocer, que ese viernes en el que ya me fui sintiendo un integrante más del coro y en el que tenté a la suerte sobre mi integridad física, me sentí más vivo que nunca y sí, me divertí con creces, como no lo había hecho desde hace mucho. Espero disfrutar en adelante de más veladas así, supongo que acompañándome de semejantes personajes lo conseguiré.

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