Sobre el autor del diario

Balbino Aldrey

Hace ya algunos años que mi vida dio un giro inesperado. Yo aún era un niño y por tanto no era quien de discutirle una decisión a mis padres, pero si miro hacia atrás no puedo menos que agradecerles lo que hicieron por mí. En realidad no había mucho que decidir, al fin y al cabo, era una oportunidad única que se presentó gracias a mi tío, Dios lo tenga en la Gloria. Para un niño de mi edad, de familia modesta y nacido en una aldea cercana a Compostela en 1903, poder estudiar no era cuestión alcanzable a no ser que fuera por un medio como aquel. Así que allá por el año 1910 y después de realizar una prueba que superé con alivio, ingresé en la Catedral de Santiago como niño del Coro. Para mi no fue fácil superar la primera noche durmiendo en el palacio de Raxoi, observando en la oscuridad la monumental mole que formaban las torres de la catedral. Pero poco a poco me fui haciendo a mi nueva vida y durante unos años recibí una envidiable instrucción que permitió que aprendiera a leer y escribir, no solo manuscritos y novelas, sino también partituras musicales y melodías, principalmente religiosas.

Cuando mi voz cambió, ley de vida, acabó mi etapa como niño del Coro. Mi tía Minia, viuda ya para entonces, habló con mis padres y les ofreció que continuara viviendo en Compostela para proseguir con los estudios. Ella siempre quiso tener un abogado en su familia y me da que en esos planes me incluye a mí como protagonista. Mis padres, sabedores de que se había quedado tan sola por la muerte de mi tío, accedieron a ello sabiendo que, a la par, me beneficiaban de alguna manera.

El día que cumplí 16 años mi padre me regaló un diario. Él está orgulloso de que en la familia uno de sus hijos haya tenido una instrucción como la mía. Me hizo portador de aquel presente con la intención de que explicara en él todo aquello que me sucediera. Que tenía grandes cosas que contar, decía. Yo al principio no sabía muy bien como dar continuidad a semejante empresa, pero poco a poco fui puliendo el hábito, ejercitando mi caligrafía. Es así como en mis momentos de asueto, escasos si os tengo que ser sincero, me planto ante el diario, pluma y tintero en mano para relatar experiencias cotidianas. Tal vez no sean grandes cosas, como decía mi padre, para mí son simples retazos de la vida que me ha tocado vivir en los principios de este siglo XX, en esta ciudad que entiende como nadie de lo que es el paso del tiempo.

Aunque a propósito de paso del tiempo creo que vosotros podríais decir mucho más que yo, ¿no es así? Ahí estáis, en pleno siglo XXI, como en una atalaya privilegiada desde la que poder observar vuestro pasado, que es mi presente. Tenéis acceso a cintas de cinematógrafo, fotografías que realizaron mis contemporáneos y libros de historia que relatan los hechos que han ido aconteciendo. Vosotros sabéis más que yo lo que será de mi querida Compostela en 1930, en 1940 y en sucesivas décadas. Yo también lo veré a lo largo de mi, espero, dilatada vida, pero vosotros sois afortunados de poder pasearos por mi época en una simple tarde, haciendo uso de ese diabólico instrumento que llamáis ordenador y que tanta presencia ocupa en vuestra jornada.

Pero aunque sois afortunados también creo que me envidiáis. Hay cosas de esta ciudad que no habéis visto con vuestros propios ojos, que el tiempo no ha respetado. Y aunque podáis repasar de un plumazo los 1000 años de historia de esta ciudad de piedra, nunca podréis poner la oreja para escuchar lo que dicen las aguadoras en Platerías mientras esperan su turno pacientemente (a veces hay trifulcas, no os creáis) para llenar la sella, ni podréis subiros a la torre de luz que hay en la Azabachería para divisar desde ella la procesión en el día del Apóstol, como tampoco podréis disfrutar de un concierto de la Banda del Regimiento de Zaragoza magistralmente dirigido por nuestro querido Bernardo del Río. Ya veis, algo tenía que tener esto de estar separados por cien años de historia.

Si os apetece enfrascaros en la lectura de mi diario tenéis todo mi permiso. Supongo que os puede entretener saber de mi vida. Aunque para mí sean simples vivencias personales y cotidianas para vosotros pudieran antojarse verdaderas joyas costumbristas. Al menos, a mi me sucede algo similar cuando mi abuela me relata vivencias de su juventud o cuando encuentro en la biblioteca de mi tía Minia algún libro perdido que algún autor escribió en el siglo pasado.