Puedo asegurar sin duda alguna que Santiago es una ciudad abierta a los nuevos adelantos que la modernidad nos ofrece. En ella podemos presenciar cómo conviven los transportes más antiguos, a saber, carros tirados por bueyes, mulas de arriero o cabalgaduras, con los nuevos omnibuses o automóviles que cada vez se ven más, transportando a cómodos pasajeros. En ella se puede tener contacto con importantes inventos como el cinematógrafo, que cada vez entusiasma más a la población o el gramófono que hace las delicias de melómanos al poder disfrutar de sus piezas preferidas en el salón de sus casas. Pero no sólo son inventos, un germen de cultura se ha instalado en esta ciudad milenaria y, ya sea por la incesante lluvia que lo alimenta o por los generosos habitantes que posee, poco a poco está floreciendo aquí y allá, dejando ver interesantes proyectos que ensalzan y dan, al cabo, la posición que nuestra esencia merece.
Todo esto viene al caso de una conversación que tuve con un influyente empresario de esta ciudad el pasado viernes. Gracias a mi tía y a los «lunchs» que ofrece en su casa (mi casa también, al fin y al cabo), puedo presenciar reuniones de lo más selecto de la sociedad compostelana. Como he comentado anteriormente en este diario, mi tía me hace partícipe de estas reuniones donde ella toca el piano y yo canto, levantando pequeñas ovaciones entre los asistentes. Una vez acabado el concierto y mientras el servicio nos ofrece bebida y comida acuden a mí los invitados para reverenciar mi afinación o conocer un poco más de mi persona. A veces las conversaciones se tornan tediosas e inapetentes pero alguna vez se acerca alguien con un sugestivo tema que ameniza la velada y alimenta la ilusión de los temas que me interesan.
El caso es que se acercó a mí un tal don Isaac Fraga que se interesó por conocer donde había adquirido mis conocimientos musicales. Cuando le expliqué mi vida como niño del coro me explicó que él también se había educado con curas en el Seminario.
—Gracias a Dios di el paso de no continuar por aquel camino —dijo mientras me guiñaba el ojo—. Escapé tan lejos que acabé en Argentina y ¡oh, fortuna! me topé con un invento que más de uno de mis maestros atribuiría al mismísimo Satanás.
Aquel invento que se trajo consigo en su retorno a nuestro país no era otro que el cinematógrafo. Don Isaac supo, con audaz sabiduría, darlo a conocer en nuestra sociedad. Lo hizo en la Exposición Rexional que se celebró aquí hace ya más de diez años. Poco a poco fue consolidando una posición y el entusiasmo de las gentes por este magnífico espectáculo hizo el resto para lograr una gran expansión. Hoy, don Isaac gestiona numerosos locales no sólo en esta ciudad, sino en las más importantes de Galicia.
—Las grandes ideas, Balbino, requieren grandes gestores —me explicaba mientras saboreaba un trozo de empanada de millo con berberechos—. De nada sirve la creatividad si no la sabes vender. Yo tengo una especial sensibilidad para descubrir el talento de los artistas, gente con cualidades excepcionales que pueden dar mucho de sí con el empujonciño justo.
En aquel punto hinché pulmones y me puse erguido. Juraría por sus palabras que estaba hablando de mí y que me ofrecería cualquier oferta para actuar en sus teatros. Sin embargo, ninguna adulación hacia mi persona salió de sus labios. Al contrario, continuó hablando de sus proyectos: en este mismo año había instalado el taller de Arte y Propaganda de su empresa que dirigía un buen amigo suyo.
—Camilo es ese tipo de personas cuya creatividad eclipsa tus sentidos —relataba con la mirada mirando a un lugar indeterminado—. Solo tienes que echar un vistazo a sus bocetos para descubrir que posee un don especial. Ya te puede escribir, como pintar o dibujar, ilustrar libros, hacer murales o carteles de propaganda. Su estilo es verdaderamente admirable.
—¿No se referirá usted a don Camilo Díaz Baliño? —pregunté intuyendo que aquel de quien me hablaba era el mismo que había realizado la escenografía para una de las últimas giras de la Coral «De Ruada»—. Tengo entendido que también pinta escenarios para obras teatrales.
—¡Ah, le conoces entonces! ¡Buen muchacho! —elogió mientras tambaleaba su equilibrio a causa de la tercera copa de vino que llevaba consumida—. Tienes que saber que mi buen amigo Camilo va a llegar lejos con su arte. En el taller que hemos construido en su casa de la Tumbona nacerán obras que producirán gran admiración entre los hijos de Galicia. ¡Y si no al tiempo! ¡En qué buena hora nos conocimos pardiez! Y has de saber queridiño «Balbiño» —creo que en aquel punto su embriaguez comenzaba a rayar la chifladura—, que nuestro afecto es mutuo. ¿De qué si no, iba a poner a su hijo, al que esperan en breve él y su bien amada Antonia, mi mismo nombre en caso de que nazca varón?
La simpatía de don Isaac comenzaba a molestarme y violentarme. Además comencé a dudar de la fiabilidad de sus sentencias. ¿La Casa de la Tumbona? Según mis fuentes, aquella casa pertenecía a una mujer con fama de iniciar a rapazas jóvenes y de buen ver en el mundo del amancebamiento. ¿Acaso ese mundo de libertinaje e inmoralidad tenía algo que ver con el arte de Díaz Baliño?

Mi tía me rescató en aquel punto, pues era la hora de probar los dulces que habían elaborado las monjas del convento de Santa María de Belvís. Don Isaac atacó sin tregua a aquellos manjares que mostraban una endiablada oportunidad de pecar de gula.
Es de imaginar que al dar paso más tarde a los cafés y las gotas de caña, la interesante conversación que comenzó en un principio perdió toda oportunidad de ser reconducida. Tal vez en otro día, en otro «lunch».
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